Os voy a contar un cuento
Está muy rico, le está encantando, piensa que podría comerlo
todos los días de su vida y no se cansaría. Pero está tan lleno, con esa
sensación de estar a punto de reventar.
Una pinchada más y explota, pero cómo dejarlo, con lo que le
gusta, no lo puede desperdiciar.
Todo niño tiene su comida favorita, esa que repetiría hasta
la saciedad. Cuando pregunta o directamente le dicen: “hoy vamos a comer……”; la
cara se le ilumina con esa sonrisa de placer.
Como también ocurre cuando escucha "hoy comemos
en…". Porque también hay esos sitios en los que todo está bueno y siempre
preparan lo que más nos gusta; y comer, aunque nuestro niño sea joven ya lo
sabe, es un placer.
Pero la magia no está en el qué sino en el cómo.
Normalmente son platos “sencillos” pero no los hay en ningún
sitio igual. La cocina moderna los despreciará, pero es que se está perdiendo
su alma, la innovación mata la cocina, no es lo mismo amar la cocina, como
tanto defienden que hacen, que cocinar con amor.
Y ahí está el problema y el beneficio. Ese es el ingrediente
que se transmite de generación a generación.
A nuestro niño le encantan las albóndigas de su abuela, aún
guarda el sabor de esa última vez. Una de las mejores comidas es la asadura de
su madre. No hay nada que llene más y mejor que una fajitada de la madre
seleccionada.
Está todo tan rico, te llenas tanto y parece que no puedes
más, pero siempre te dirán que comas un poco más, no porque debas aprovechar
porque cuando crezcas comerás “mierda y poca”. Ya aprenderá nuestro niño a
sobrevivir en los fogones.
Lo hacen porque te ven disfrutar de cada bocado, te deleitas
en cada mordisco, eres feliz saboreándolo.
Y la gente que te quiere, quiere verte así, y no es que te
estén atiborrando de comida, te están cebando a base de mordiscos de felicidad.
Qué rico está todo.
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