Os voy a contar un cuento
El ruido de los
cristales evidentemente calla los gritos del recreo. Ni sonrisas, ni palabras,
ni sollozos. Todo en calma, todo en silencio.
Ese silencio que
no molesta pero que avecina incertidumbre, esa incertidumbre que no puede traer
nada bueno.
¿Las miradas? al
culpable.
Su muñeca le
duele cada vez más, mucho más. Abriendo el bocata no le habría pasado.
Se acerca uno de
los cuidadores del patio, ese que tan atento estaba a cómo una panda de borricos
hacían el cafre, agarra a nuestro niño, se lo lleva a uno de esos despachos que
inculcan el temor juvenil.
-
¿Qué
ha pasado?
- Ha roto el cristal con un
balonazo.
-
Pero
si sabes que no se puede jugar al balón en esa zona...
-
He
visto como se giraba a dar a la pelota, y directa al cristal, menos mal que ha
sido eso, porque justo al lado había un grupo de niños jugando y podía haber
ocurrido una desgracia.
-
Pues
esto es muy serio… no lo esperábamos de ti, pero no se puede quedar así. Vamos
a llamar a tus padres no sólo por el cristal, que lo tendrán que pagar, sino
para decidir tu castigo, porque lo que has hecho es muy grave.
- “……………..”
-
¿No
vas a decir nada?
-
“Me
duele la mano, ¿puedo ir a que me la miren? Y mientras llamáis a mis padres y
elegís el castigo.
Sale del
despacho, se dirige hacia la enfermería. Posiblemente le venden la mano.
Ahora mismo no le
importaría estar saboreando su bocata, aunque no le gustara.
A eso se le
llaman consecuencias.
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